El buitre

Hacía meses que lo observaba. Quizá había estado siempre ahí, pero no se había dado cuenta. Fuera casualidad o no, su vuelo era visible en cada momento importante de su vida. No era el mismo ejemplar, obvio, lo había observado en casa, por encima de los tejados del pueblo en que vivía, de camino a una entrevista de trabajo o a un curso importante. Hasta en una pequeña cala del Mediterráneo, tras una bronca con su pareja. ¿Su vuelo era una señal para ella o verificaba su decisión a través de su vuelo? ¿Qué iba primero? No estaba claro. La única certeza era que, allí arriba, haciendo majestuosas espirales en alza, estaba el buitre. 

Su vuelo ahora le fascinaba. No era el animal más admirado de la fauna mundial. Su cabeza hasta podía ser repugnante en los documentales de la televisión, cuando le mostraban comiendo carroña. La humanidad en general lo asociaba a la basura, a desgracias, a muerte. Desde tiempo inmemorial se había ocupado de limpiar lo que los seres humanos no querían. Hasta se convirtió en castigo para las tropas derrotadas en las batallas de la antigüedad. 

El papel buitre en su vida era bien diferente. Para ella era un aliado, alguien de quien aprender. Aparecía cuando no tenía nada claro el camino a seguir. Al observarlo, sonreía y confiaba en la decisión tomada. Él le dio la bienvenida en los lugares más mágicos que había conocido. Con él en lo alto, no surgían dudas, no había soledad, no había pánico. Contemplarlo hacía que la confianza creciera. Alguna vez le hablaron de los animales totémicos en la antigüedad. Estaba segura que no era el suyo, sin embargo su presencia era como la de un guardián.

El buitre, ajeno a los pensamientos de la humana, se deslizaba con suavidad y elegancia, como el viento lo hacía entre sus plumas. No pensaba en su envergadura. Ni en su peso. Eso no importaba. Lo importante era la sensación de estar suspendido en el aire. No se planteaba sí podía hacerlo o no. En su cerebro de buitre no albergaba esa duda. No. Con su primer salto fuera del nido, miles y miles de años de evolución se activaron, hizo lo que veía en los demás y extendió sus alas. Lo tenía todo desde su nacimiento para volar. Estaba hecho para ello. Las demás especies tenían claro su lugar y su quehacer. ¿Conocían acaso esa sensación de estar fuera de lugar, de buscar el propósito vital de su existencia, de estar perdidos en una trampa?

El ejemplar se elevaba en grandes círculos ascendentes. Señales para otros compañeros. Había encontrado comida y llamaba a su «bandada». Bajo la apariencia de la soledad se escondía la pertenencia a un grupo donde cada individuo ponía su experiencia y pericia al servicio de la supervivencia común. No había distracciones. Estaba muy claro el primer objetivo de su vuelo. No podía alzarse mucho tiempo sin comer. Todo dependía de alimentarse bien. Comer para volar y volar para comer. Así de sencillo. El gasto de energía debía merecer el banquete. De lo contrario, su cuerpo maltrecho serviría de alimento a otras especies. El ciclo de la vida se cumplía siempre más allá de crueldad o de sentimientos. Aprovechar las circunstancias, aprender y continuar. Los errores costaban vida. Así estaba escrito. Por eso cuando conseguían carroña comían hasta no poder más. ¿Cuándo volverían a hacerlo? No estaba garantizado. Antes era más habitual encontrar ganado muerto en el muladar o darse un festín con un ciervo. Los humanos habían cambiado el equilibrio. En las carreteras, como máximo, podían encontrar un conejo espachurrado o un gato. Eso no sería para los 30 ejemplares que componían el grupo.

En esos momentos de soledad, cerraba los ojos y se conectaba, al menos es lo que quería creer, con la consciencia del buitre. Costaba respirar, era como romper un momento sagrado en el cual el tiempo y el espacio hacían densos, se juntaban y se expandían. El ritmo vital en el cual se movía se hacía palpable y cercano. Dejaba de ser pasiva. Tampoco era activa. Se salía de la dualidad impuesta donde siempre había que elegir. Hasta las palabras se hacían tan relativas que era mejor permanecer en silencio. La melodía era perfecta sin que hiciera falta que la pronunciara. Sus latidos se acompasaban al batir de las alas. Entraba en sintonía su respiración con subir y bajar. Mantenía fija la mirada en el animal. Por mucho que a veces quisiera distraerse de la verdad, se dejara embotar los sentidos. La realidad dolía demasiado como para estar consciente en cada momento. Comprendía la filosofía del eterno presente, sin embargo su mente a veces corría a evadirse de ella. Era una huída, lo sabía. Nadar en el fango era engorroso, la opción más complicada. No era justa sino difícil, la menos recorrida y la que no siempre dejaba satisfecha. No era lanzar una flecha con los ojos cerrados, sino percibir sombras desconocidas, sin capacidad de medir distancia. Una incertidumbre que hacía imposible zafarse del abrazo del miedo. No había confianza posible. Las palabras se revolvían en la mente, creando una densa niebla en la que perder el objetivo.

El buitre no volaban con niebla. Le había visto elevarse más allá de la tormenta, mas no con niebla. ¿Cómo hacerlo sin referencias estables? No, los buitres no hacían experimentos que gastaran energía para nada. Todo tenía un motivo y un propósito. Volaran en solitario o se alzaran en grupo, todo tenía un para qué. El bienestar del grupo era el del individuo. Y al revés. Era todo mucho más sencillo. Cada día era una aventura, un volar sin seguridad, pero un intento constante de ir más allá. Lo tenía todo sin elegir nada. No había necesidad superflua, autocreada. No había nada más importante que ese momento, nada aseguraba que hubiera un después. El ahora era donde todo sucedía. Un chasquido, un batir de alas, sin acumular. Lo que no servía para ese instante, no servía para nada. Daba igual todo lo aprendido. El pasado no llenaba el buche. El futuro tampoco. Un mal paso, una mala elección de corriente y sus huesos volverían al polvo. La unidad corporal se rompería. Las alas perderían las plumas, la piel se desprendería de la carne. Eso en el mejor de los casos. En el peor, ¿o no lo era? Alimentaría a otros buitres. Porque solo sería eso, carne, energía para otros. Y sería bueno si no empezaban a comérselo mientras aun estaba vivo. 

Su guardián alado seguía su quehacer ajeno a los pensamientos de la humana. Así era. Así debía ser. Tras conectar con él, o ella porque no sabía distinguir a los machos de las hembras, durante un rato y respirar en el batir o batir en el respirar, todo se apaciguaba. Volvía a lo cotidiano, a la dictadura de la agenda y el reloj. Hasta la próxima ocasión que en una dificultad, en un cruce de caminos, levantara los ojos y volviera a ver la silueta conocida de la calma. Siempre estaba ahí para ella, fuera consciente o no.

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