Regreso

El barco atracó en el desvencijado puerto de madera. Con sus pocas pertenencias, saltó a tierra con la capucha echada sobre la cabeza. Ya en el muelle, lanzó un par de monedas al contramaestre, pensando que, quizá, tendría parentesco con Caronte. El mar, en su eterno retorno, devolvía aquello que un día alejó de aquellas orillas. Había vuelto.

Nadie lo supo con anterioridad. El mundo seguía en la vorágine de la rutina, ajeno al acontecimiento. Como antaño, guardó silencio y la cabeza baja, dejando que su figura se confundiera con las sombras de los edificios, con el tumulto de idas y venidas. No había besos, ni abrazos de reencuentro. Así lo había querido. Libre de vínculos, podía caminar a su antojo, mostrarse solo cuando lo creyera oportuno. Pudo enviar una paloma a sus allegados. Mas no lo hizo.

Con paso firme, cargó el ligero petate al hombro y se adentró en las calles del viejo barrio de pescadores. El aire mezclaba olores de excremento y pan recién hecho, hierro candente y morralla a la brasa. El bullicio se le colaba en el cuerpo, provocándole leves estremecimientos bajo el sayal y el manto. Las piedras, el barro y la paja se disputaban el frío de sus pies descalzos.

Solo contaba con la fuerza de sus brazos y la firmeza de su paso. Su mente, curtida en la escasez, le había abierto camino entre el mar y otras tierras. Aquello quedó también atrás. No había lujos ni pompa, ni siquiera un caballo que llevara su cuerpo. Escondida bajo la túnica, en una funda que no era la suya, estaba su espada, el único testigo de su linaje.

Se había despojado de todo lo superfluo, y con ello se había ido también el desgarrón de su alma. La pobreza y la distancia le habían limpiado el corazón. Ahora sabía que quien tendía la mano lo hacía por bondad, no por interés. La pureza había vuelto a sus ojos, que se humedecían sin llegar a la deshidratación.

Había regresado, pero aún no era tiempo de anunciarlo. Caminó por los que fueron sus dominios, debatido entre ser quien era o quien había sido. El paisaje había cambiado. Su bandera ahora eran trapos para fregar suelos. Nuevos estandartes ondeaban sobre las calles conocidas, más ruido, más vorágine. Tambores de guerra se escuchaban a lo lejos, soldados gritaban proclamas absurdas antes de enzarzarse en discusiones vacías a las puertas de una posada. La cordura estaba muerta; la nobleza, reducida a un título sin peso. 

El mundo se desmoronaba en su propia miseria. Por un instante lamentó lo que había provocado su marcha. Debió dejar a su gente a mejor suerte. Nombres borrados, viejos en cuerpos de niños, ciudades exhaustas de guerras extrañas. La vida pendía del hilo del tiempo, pero seguía. Siempre seguía. Había aprendido que incluso tras las campanas de la agonía, la rueda del mundo giraba. A la noche le sucedía otro día. Siempre.

Había regresado, pero no del todo. Como sirena varada en tierra de nadie, trataba de poner orden en el tumulto de emociones y pensamientos. Los amigos de antaño seguían ahora otros caminos; las calles, cubiertas de panfletos y libelos, hablaban de alianzas inciertas y ejércitos sin bandera. ¿Podría alzar la espada de nuevo? Sí. No tenía dudas. Ya no había nada que perder. Y vivir, al fin y al cabo, era eso: arriesgar. Sabía que lo esencial no se deja atrás. Sin rencor ni olvido, solo con el pulso firme del que comparte el frente. Con el aliento del de detrás en el cogote y el ruido del arco tensándose junto al suyo. A la destreza con la espada y el escudo se sumaba ahora el arco: el arma del silencio, perfecta para quien quería pasar desapercibido.

Sus pasos lo llevaron hasta la vieja ermita de extramuros. Era un milagro que se mantuviera en pie, aunque el techo hacía tiempo que había besado el suelo. La intemperie y los vendavales habían desgastado las piedras, testigos mudos de antiguos pactos y ruegos ante un destino incierto.

La casa de oración era ahora casa de vegetación. El ciclo eterno de la vida seguía su curso, inexorable. Apoyó la frente contra un muro húmedo, y los recuerdos lo asaltaron. No echaba de menos su antigua vida. Se había marchado por decisión propia entre reclamos y estupefacción de antiguos aliados. No le importaron sus palabras, su alma necesitaba el susurro del mar y lo dejó todo atrás sin arrepentimiento.

La misma ermita que contempló su partida, ahora sería su refugio de vuelta. Había regresado. Y aunque el mundo no lo sabía aún, el destino ya lo esperaba.

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