Una de sus costumbres habituales era escribir con una vela encendida. No lo hacía por alumbrar la habitación sino por la iluminación mental. Podía desprender aroma o no, eso no era importante. La llama sí. Levantar la vista del papel y observar la cadencia de su danza era relajante y casi hipnótico. De día o de noche, con música o en silencio, debía cumplir con aquel ritual. Solo así su mente entraba en focus. No podía explicar el motivo más allá de que le gustaba escribir a la luz de una vela. Era más personal, más íntimo, como adentrarse en su interior acompañada. Su luz era vehículo y camino por el que transitar.
Se las compraba siempre al mismo artesano. Se podría decir que le transmitía paz y energía positiva. Además, las velas duraban más. Cuando le llegó el paquete con las nuevas, aquella vela azul desprendía un olor a romero que se extendió con rapidez por toda la casa. Se dejaba sorprender por la maestría del artesano que combinaba colores y olores tras comentar un poco su cometido. Si cerraba los ojos podía ver con nitidez una colina verde, con el viento haciendo olas entre las espigas, el cielo azul y el sol brillando en lo alto. Sin ruidos, sin polución, sin presencia humana. Solo una colina de verdes pastos entre el cielo y la tierra. Si existía un paraíso en tierra firme debía ser parecido a aquel paisaje. Habían sido muchos los creativos, tanto de palabra como de imagen, que en sus fondos de pantalla habían optado por esa imagen. Olor a romero, sanación y atracción de abundancia ancestral que se expandía entre las modernas habitaciones.
Sabía que aquella vela sería especial, un espejo, un trampantojo. No quería prenderla sin mas. «Las mechas tienen memoria» le había dicho el artesano. La misma luz podía inspirar muchas historias. Por eso tenía rituales y diversas técnicas que hacían de su actividad un continuo fluir. El torrente no se cortaba, la senda ya estaba clara desde tiempo inmemorial. Escribir no era más que aprender a nadar en las corrientes imperceptibles para otros. El color azul de aquella vela se lo había recordado antes de prenderla.
Encendió el ordenador. La modernidad no estaba reñida con el proceso atemporal. Tenía varios archivos por completar. Calentaba con escritura manual, pero el grueso de su trabajo lo hacía con las teclas. ¿Escribir de seguido o empezar uno en blanco? Le costaba conectar con las historias. Un pequeño destello apareció en su visión, una llamada de atención para dirigir la mirada más allá de lo cotidiano, de los obstáculos. Allí estaba el rojo, el naranja, el amarillo y el omnipresente azul. Pasión, espíritu, vitalidad y esencia recluidos en una danza de luz. Observarla era estar de nuevo con el arcoíris entre los dedos. La cera pasaba con su calor de lo solido a correr entre las finas paredes que la frialdad formaba. Ahí estaba, ante sus ojos, la vida en estado puro. Tan bella y salvaje al mismo tiempo. Vida, muerte y vida. Esa realidad que para tantos otros era una eterna dualidad, se mostraba en un lazo tríptico.
Poco a poco su respiración siguió el ritmo vibrante de la luz. La llama subía y bajaba, yendo más allá de los propios límites, hasta el punto que la cera comenzó a recorrer el plato que la separaba de la superficie de cristal. Exploraba nuevos caminos hasta que llegaba al vértigo del abismo, del vacío. Allí retrocedía y buscaba con lentitud otra salida. Su azulada transparencia, insinuada, seguía reptando hasta el vacío. ¿A qué se asemejaba? En la distancia parecía un puré de patata azul, viscoso, pegajoso y casi cerebral. De cerca era un misterio. ¿Por qué se comportaba de aquella manera? En aquel mismo plato se habían consumido otras, estilizadas, suaves y llenas de luz. La cera había ardido en su sitio, como debía ocurrir. La que tenía delante estaba fuera de los cánones. No quería desaparecer sin dejar huella. ¿La dotaba de consciencia? La observaba e interpretaba desde su propia luz. No se rendía en su empeño. Todo desde su centro, desde su presente. Un simple objeto que contaba una historia, que iba más allá, o al menos lo intentaba, se abría camino, para llegar a un vacío insalvable, retrocedía, cogía más impulso y probaba otra manera. La vida, la gran maestra, le dejaba pistas en la sencillez de la lección más esencial.
“No te rindas” susurró acercándose al hilillo de cera. No importa la fría opinión de la cerámica que se burla de tus vanos intentos. No importa la ausencia de calor que va devolviéndote a tu densidad. No importa el silencio o la indiferencia, que te vean o te ignoren. Ve más allá de tu utilidad. Ese esfuerzo no es inútil. Otros se apoyarán en tu recuerdo y en ese abrazo a los que no son como tú.
Mientras la vela azul se deshacía, sus dedos acariciaban las teclas con la vista fija en el espectáculo que ocurría a su lado. Su conciencia flotaba de forma sutil más allá de los límites corporales, saltaba al vacío que descubría más allá del plato. Su oído se abrió a una música familiar, suave. Viajó de nuevo a otras páginas ya plasmadas, a las gotas de lluvia, al balanceo bajo el sol, a la sequedad llena de vida que salió a su encuentro en lo que era un desierto. Se dejó en el remolino de carne y aire, mágico y vital. Todo el universo concentrado en un instante, en un continuo ahora. Miles de imágenes se agolpaban en el umbral de sus ojos sin que ninguna llegara a imponerse a las demás. La densidad habitual se volvía líquida y transparente con breves retazos de color. Las prisas por aferrarse al momento hacían que la mente desapareciera en la carrera contra el vértigo de los dedos. Ya no eran simples caricias, sino una ansiedad por permanecer en la corriente, en la luz, en la esencia misma de la materia que se mostraba con una claridad inusual. Cada intento era una sonrisa que se escapaba. Podía tocarlo, lo quería con todas sus fuerzas, pero cuanto más cerca, más lejos. Otra vez la dualidad mundana expulsaba a la tercera parte del eje de coordenadas. ¿Eran vanos sus intentos? No. Estaba allí precisamente para esa carrera. Intuía el susurro eterno de la vida que se abría paso en la complejidad de un lenguaje que cada día se le quedaba pequeño.
La luz de la vela se apagó, se consumió la mecha. La cera poco a poco se solidificaba para crear una alfombra que alejaría la frialdad de la cerámica a las que la siguieran. No era la superficie lisa, perfecta. Había dejado su impronta en el plato sin fundirse con él. Había adoptado su forma, como el agua en un vaso. Había ido más allá, en su propia realidad. Y su ejemplo había llenado de letras, de sentido, a un archivo vacío. La magia había cumplido su cometido, la luz que desprendía, seguiría brillando más allá del instante en que se apagó, tras superar la trampa ilusionante del tiempo. Había tocado la eternidad, lo no material, para fundirse con ella en un abrazo. Vivía en la respuesta de su propósito.