102

El balcón de doña Amparo, en el número 102, estaba vacío. Era un día gris de invierno en Madrid. El barrio de las Letras enmudecía ante el sonido constante de la lluvia en el cristal. El asesino recogió un papel: una entrada desgastada. Se le había caído al sacar el paquete de tabaco del bolsillo del pantalón. Mejor no dejar rastro, nada que pudiera alertar de su presencia. Calculaba que en unos días encontrarían el cadáver; por mucho que lloviera, el olor alertaría a los vecinos. Para entonces, ya estaría muy lejos.

No había un motivo predefinido. Mataba porque podía hacerlo. El Código Penal no le impedía realizar sus oscuros sueños; así era más divertido. Imaginar la cara de los investigadores hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Llevaba años jugando una partida de ajedrez con la justicia sin que las Fuerzas de Seguridad del Estado lo supieran. La prensa aún no le había puesto nombre. Mejor así.

Su casilla actual era Madrid, pero pronto cambiaría de escenario. En sus oídos seguiría resonando Shostakovich con su Opus 102. Si el mundo conociera su existencia, se preguntaría: “¿Quién podría controlar la situación de tal manera?”. Había cazadores de tornados; él, en cambio, detectaba oportunidades. Sabía leer muy bien las señales. Las ciudades estaban llenas de personas a las que nadie echaría de menos en unos días. No todos eran desfavorecidos. ¿Qué gracia tendría buscar víctimas solo entre los sin techo, los ancianos, los estudiantes de paso o los turistas ocasionales? ¡Bah! Eso se lo dejaba a la escasa imaginación de escritores de tres al cuarto.

A doña Amparo la había encontrado en el Centro de Salud Las Cortes. Se sentó a su lado mientras esperaba su turno: el 102. Nunca creyó en las casualidades. Le pareció simpática, aunque no lo suficiente como para indultarla. Un pinchazo rápido; había moscas y mosquitos por la sala aunque ya no fuera verano. Para cuando ella se diera cuenta de que algo iba mal, sería de madrugada. No habría un nuevo despertar. Quizá fuese mejor así; le ahorraría años de achaques. Una menos en las listas de espera de la Seguridad Social. La necrológica diría una cosa, pero solo el asesino sabría la verdad.

¿Siguiente paso? El más difícil todavía. No tenía gracia si nadie le buscaba. Necesitaba a su Sherlock Holmes, a alguien capaz de descubrir la extraña madeja de su hilo conductor. En un bolsillo, bien protegidas, guardaba una muestra de sangre de doña Amparo y una foto familiar. Sustituyó esa foto en la coqueta del dormitorio de la anciana, por la que se encontró en la camper de Silvia, la alegre excursionista del área 102 a la que abandonó junto a un árbol reseco tras despeñarla cerca del castillo de Loarre. Bajo sus uñas tenía restos de la sangre de Esteban, el viejo marinero número 102 de la cofradía, ahogado en las redes del Mar Menor. En su cuello encontraron una medalla de san Benito con el nombre y la fecha de nacimiento (el 01/02) de Adriana, la camarera de Sanlúcar encontrada en Doñana con una tarjeta ajena en el monedero. Y así, la cadena se alargaba más y más, por si algún investigador conseguía, por fin, ver un eslabón.

El taxi avanzaba con lentitud; la lluvia no es la mejor aliada del tráfico madrileño. Lo curioso es que podría haber ido a la iglesia de San Martín de Tours caminando, pues no estaba lejos de la calle de doña Amparo. Sin embargo, decidió ir en taxi para fabricarse una coartada por si en algún momento se iniciaba el caso. Estaría un buen rato sentado en el último banco de la derecha. A esas horas no habría más de uno o dos feligreses. Los asesinos no visitan capillas de adoración perpetua. ¿O sí?

Cada treinta minutos salía un tren de Atocha con destino a Sants. Solo hacía falta un poco de suerte para que una plaza libre le cambiara de ciudad. Ventajas de ser freelance y viajar con sus pertenencias en una mochila. Era un nómada digital más. Sus pasos le llevarían a la Ciudad Condal, como a miles de turistas en invierno. Su última lectura le había recordado la obra de Gaudí y hacía tiempo que, como arquitecto inacabado, no contemplaba Barcelona desde su teleobjetivo. Ya no había tranvías que atropellaran a viandantes despistados, pero en las grandes urbes ocurrían accidentes a diario. Antes de partir, dejó la tarjeta SIM de Rodolfo —el tinerfeño que apareció muerto en el kilómetro 102 del Camino de Santiago— en una papelera del jardín de la estación. Al final, no había tenido que usarla.

Su asiento era de ventanilla. Las gotas de lluvia recorrían despacio los cristales del AVE. A su lado, un ejecutivo revisaba gráficos importados de un Excel de 102 filas. Por un instante, degustó todas las formas posibles de quitarle la vida, pero no activó el disparador. Aprovechó el wifi público y subió su foto de la escalera del CosmoCaixa a Shutterstock: su última visita profesional. Los asesinatos no cubrían sus gastos.

Al pisar el andén, la cuenta atrás comenzó. Los empujones que recibió al andar le devolvieron a la memoria lo hostil que había sido la ciudad con él en otro tiempo. No tardó mucho en meterse la humedad del ambiente en sus huesos. Estornudó por ese olor característico a metal, a suciedad, a gasolina quemada que le abofeteó al salir a la calle. El alma de Barcelona tenía demasiadas sombras y un rencor por un pasado que no era, a sus ojos, heroico. La lluvia fue lo único amable que le dio la bienvenida.

El agua también le había acompañado aquel día a los pies de la puerta 102 del Camp Nou, el kilómetro cero de su viaje. Aun veía el rostro retorcido de su víctima al cerrar los ojos. Un caso más de la violencia en el fútbol para las estadísticas del inspector de los Mossos. El asesino, al igual que con doña Amparo, sabía que aquello no fue casualidad. Volvería a matar en 102 días.

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