Llevaba meses con un estilo cambiante, dejando que los dedos corrieran por el teclado sin orden ni concierto. La intuición le decía que ese era el camino a seguir, que debía confiar en el proceso y lanzarse sin miedo. Sin miedo. Había algo detrás de las letras que pedía que explorara. Que se uniera a lo desconocido, que se atreviera a mirar.
No podía describirlo con las palabras concretas, pero estaba ahí. Y quería buscarlo. Pero, sobre todo, quería encontrarlo. Las pinceladas, los detalles, las emociones que podía provocar con el baile de las palabras la acompañarían siempre. Eran una mochila adherida, una extraña simbiosis que se habían convertido en uno. No importaba si estaba ante un ordenador, ante un papel o ante la tierra. La escritura era una con ella. La respiraba, la sentía en su centro de existencia.
En esa nueva forma de contar las cosas, sus textos traían recuerdos a sus lectores de otros a los que no conocía. ¿Cómo era posible una transmisión de estilo sin haberse encontrado? Ese genero literario no era precisamente su favorito. Sin embargo, las expectativas la llevaban al suspense. Su narrativa la estaba iniciando, sin saber muy bien en qué. Lo más extraño que es que las alarmas no se habían encendido. Ninguna señal de peligro aparecía en la ruta. Solo sorpresa e inquietud, llamada y atracción. Algo muy grande, muy fuerte aparecía en el horizonte. Una sombra. ¿Podía arrasar con todo lo construido hasta el momento o más bien le daría un nuevo sentido? Caminaba en un balanceo entre la incertidumbre y la decisión. Seguía adelante. Era libre para hacerlo.
Una mariposa en ciernes. Eso era. Dentro del capullo, recorriendo con la sangre las minúsculas venas que darían fuerza a sus alas. Aun no las veía, estaban en su lomo. Las sentía vibrando con fuerza, abriéndose a una nueva existencia. El desgarro había dolido. Sobre todo porque no lo esperaba. Surgió de un día para otro. Un día estaba arrastrándose por la tierra, buscando su sitio. Y al siguiente, en aquella oscuridad creada por una misma, encogida hacia su interior, con el cuerpo desgarrándose, transformándose.
Era un camino solitario. Los escritores del pasado, sus hermanos de tinta, podían acompañarla por la travesía del desierto, pero no podían andar por ella. Iría tan lejos como decidiera. Y así, cada mañana se vestía y se sentaba para plasmar sin mente el corazón en la pantalla. Nadie no autorizado recorrería los símbolos con los ojos. Nadie. Aquello podía ser solo para ella. Y aun así, la vergüenza intentaba colarse. También doña pereza hacía acto de presencia de vez en cuando.
La zona de confort era agradable, estrecha pero apacible. Como el capullo de la mariposa. Mas no estaba hecha para permanecer oculta. Por eso se aventuraba, seguía a sus dedos y dejaba que las palabras brotasen. Miedo y entusiasmo se entrelazaban en un mundo fantástico y muy real. Tiempo y espacio se hacían uno. Ya no había soledad. No había bruma ni siquiera densa niebla que le impidiera ver. Las gafas de lo cotidiano daban paso a lo extraordinario.
Un papel en blanco, un pequeño bote de remos en la inmensidad del océano. Podía ir a lugares inimaginables, de una belleza sin par. Observar con la capacidad silenciosa del asombro. Las ideas revoloteaban y la tentación de cerrar los ojos se mostraba más allá del sueño. En otros momentos, la luz se colaba por una herida, directa a su interior. Iluminaba una caverna profunda, fría, habitada, pero donde podía estar, aventurarse, encender un fuego y dejar que la negritud se fundiera con ella. ¿Por qué tenerle tanto miedo? Formaba parte de la vida. Creación y destrucción eran uno. Su mente la llevó a un templo de Calcuta. No era el momento de recorrer ese trayecto.
Las palabras se escapaban en todas direcciones. Se aferraba a pensamientos que ya no eran de su talla. ¿De verdad quería volver a esos vaqueros que la apretaban, la dejaban sin aliento y le dejaban marcas en la piel? Cuando estaba a punto de tocarlo, tiraban de ella hacia otro lado. Los ladrones de tiempo reclamaban su atención. También se mecía hacia la orilla conocida. En ella no había perlas, solo las habituales piedras pulidas. Las conchas estaban vacías. Eran bellas sin nada en su interior.
Al cabo de un tiempo, no podía precisar cuanto, volvía de su mundo de ensueño y comprobaba que había escrito sobre otras cosas. El rompeolas la había dejado en otra playa. Lejos de lo habitual pero de una magia exuberante. No era un naufragio, sino otra isla encontrada. Para ella nueva, para otro un recuerdo habitual, una idea compartida por la mente ancestral. No pudo retrasarlo más y decidió rebuscar entre las estanterías. Guardaban tantos tesoros que alguno de ellos sería de ese autor desconocido pero de impronta espiritual. ¿Cómo era posible que su sendero lo hubieran recorrido otros pies desconocidos? ¿Era posible seguir las huellas que no llamaban su atención, transitar caminos que otras manos forjaron? Podía ser posible. Solo quería investigar.
Lo que encontró la dejó estupefacta. Nunca un espejo había devuelto una imagen tan nítida. Leer aquellos párrafos era como ver el final de la película sin los minutos de relleno. Él también era un contador de historias. Eran hermanos de tinta. Podían reconocerse con claridad. Compartían energía, aun sin conocerse. Vibraban en la misma frecuencia. Comenzó a devorar sus palabras, maravillada con los giros comunes. Supo de su tema, tan conocido y familiar.
Encontró las frases tan familiares como atrevidas. La ventana por la que se asomaba al mundo, fue anteriormente de otro. La continuidad vital la dejó boquiabierta. Un mismo objeto en diferentes vidas, un sendero recorrido con otro peso y que sin embargo llevaba al mismo lugar.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿En qué estaba tan ocupada como para no verlo? La senda por la que discurría la habían formado otros tantos viajeros inconformistas que habían salido al camino en horas y circunstancias intempestivas. Entendía el significado que frases vaciadas. El dolor de cabeza era solo por los desgarros de abertura. Sus sentidos no estaban embotados. La vibración había echado por tierra la enclenque arena. Respiraba en su estilo, cada bocanada de aire fresco que el vaivén del rompeolas le regalaba. Ya no era una lucha constante de supervivencia sino un caos creador. Tenía una cadencia, un orden, unas reglas que podía observar. Conocerlas la liberaba de ellas. Hasta las pausas dejaron de distraerla. Solo eran pasos transitorios, como los espacios en blanco entre palabras para recobrar el aliento.
Observó la unidad, el espacio ocupado por completo. El vacío dejó de estarlo para convertirse en su lugar predilecto. La confianza estaba en su interior. Siempre había estado allí. Sus hermanos de tinta se lo habían señalado. Pero solo su valentía era la llave de esa cerradura. Se atrevía a transitar aquellos caminos en solitario porque en realidad no estaba sola, la acompañaban quien la precedía y quien la seguiría. Eran una cadena, una hermandad visible a lo largo de los siglos y de las vidas. Su tiempo y El Tiempo se encontraban en el círculo de piedra de un eterno reloj.
