Sincronicidades

¿Te ha pasado alguna vez? Estás pensando en una cosa y de repente otra persona te habla de esa misma cosa. Vas conduciendo, y te viene una canción que hace mucho que no escuchas, de hecho hasta la cantas en tu mente, pones la radio y comienza a sonar. Estás preparando un texto sobre el miedo, lo publicas y al día siguiente te regalan un libro sobre perder el miedo cuando compras un comic. ¿Sabes qué es? Sincronicidades. Señales que marcan una dirección, que te ponen alerta. Escapan por completo de tu control, pero no al plan perfecto de la vida. Algunos las llaman casualidades, otros causalidades. Lo que puede cambiar el significado cuando cambias una letra de sitio ¿verdad? Las sincronicidades ocurren a diario, lo que pasa es que no siempre nos damos cuenta de ellas. Nos impresionan porque las hemos dotado de una especie de magia. Piensas en una persona y te suena el teléfono, o te la encuentras en el sitio más insospechado, un bar de carretera en mitad de la nada. ¿Te asusta? Es la primera reacción. ¿Por qué? Porque nos sitúa en un plano donde no somos tan sujetos como nos creemos. Porque no lo somos. Nos gusta pensar en nosotros mismos como los protagonistas de la película de nuestra vida. Es una metáfora que en la sociedad actual occidental se comprende bastante bien. Pero… ¿quién la rueda? Si nosotros estamos delante de las cámaras, ¿quién está detrás? ¿Quién ha escrito el guión? Una de las cosas a las que nos enfrentamos a diario los escritores es a crear mundos, personajes, escenarios. Es algo tan habitual, tan cotidiano, que los lectores lo aceptan sin preguntarse que hay más allá. Durante un periodo de tiempo nos zambullimos en el mundo de la Tierra Media, el mundo mágico de Los Siete Reinos, de Hogwarts, de Macondo o de cualquier lugar al que el escritor nos quiera llevar. Y conocemos a los personajes que los habitan. Todo ocurre en el camino entre la imaginación del escritor y la del lector. Si existieran… ¿sabrían que en realidad son personajes de una novela? ¿Parece una locura? Puede ser. En la película, ¿los que viven en Matrix saben que están en Matrix? Solo tienen un destello cuando algo no es normal. Destellos de otra realidad. ¿Serán eso las sincronicidades? El universo de la creatividad en libros, películas… está lleno de esos guiños.

Cuando nos topamos con una sincronicidad, lo normal es perguntarnos ¿cómo es posible? Nos descoloca. Nos muestra el espejismo del control. Y algo en nosotros protesta y pregunta ¿cómo es posible? Pero esa no es la pregunta interesante. Una vez más la gran pregunta no es el cómo ni el por qué, sino ¿para qué? La tenemos como arrinconada en un armario en el cerebro cuando es la que más información nos ofrece en la mayoría de los casos. Lo importante no es por qué escribes, sino para qué lo haces. No se responden igual ni se sostienen en el tiempo. El por qué requiere una respuesta inmediata. El para qué nos hace mirarnos dentro. Nos sitúan ante la realidad de forma diferente. ¿Un ejemplo? Comer. ¿Por qué comes? Porque tengo hambre. ¿Para qué comes? Para estar sano, para vivir, hasta para olvidar los problemas podría ser una respuesta. Puede que no sea el mejor ejemplo, pero acéptame que no he querido profundizar en el escaparate que son estas líneas.

Las sincronicidades son llamadas de atención para fijarnos en el para qué. Como si la vida nos diera concesiones, pistas de si nos dirigimos hacia la dirección elegida o si hay que variar el rumbo. Un escritor te dirá sin reparos por qué escribe. El para qué es algo mucho más personal. Toca el propósito vital. Ves un tatuaje y puedes preguntar por qué te lo has hecho o qué significa si es alguien cercano. El para qué, solo lo sabe la persona que lleva el tatuaje. En escritura puedes escribir novelas sin preguntarte el para qué. Más estoy segura que solo cuando te preguntas para qué cuentas una historia, es cuando tiene alma, un pedacito de ser del escritor queda entre las líneas. A veces ocurre que el propio autor no lo percibe y es otro quien haciendo las preguntas oportunas te señala la estructura profunda. Pero eso no se enseña en las academias de narrativa. Es algo tan personal, que no se puede. No todo el mundo quiere meterse en un sendero así. Conlleva trabajo, saltar hacia adentro. Hay que descubrirlo por uno mismo. Está ahí, como oculto tras un velo inconsciente. Es trabajo personal atreverse a cruzar el umbral y estar atento. Repito, trabajo personal. ¿Qué significa? Que no hay respuestas generales. Si cada uno de nosotros tiene sus propias huellas digitales ¿es lógico que las respuestas sean las mismas para todos? Sería como poco incoherente en el discurso de la vida. ¿No?

Lo sé. Parece que estoy de hierba hasta arriba. Que me he fumado algo ¿verdad? Es una respuesta habitual de nuestra sociedad. Ante una propuesta que nos descoloca, automáticamente sale el rechazo, el miedo o la burla. Lo extraño es que como sociedad estamos pidiendo a gritos ese volverse a la persona. ¿Os habéis fijado la cantidad de libros de «autoayuda» que hay? Nos bombardean con un consumismo atroz, para ahogar esa sensación de que algo no va, que no somos lo que podemos ser. Para no mirar dentro. Es peligroso hacerlo. Te expones a un rechazo, a la soledad o a que se burlen de ti. Así, la censura y la autocensura se activa. Parece cosas de locos. Sin embargo, el ser humano lo siente, lo ansía y lo reemplaza con cosas materiales, o con drogas, o con emociones fuertes. ¿Por qué? Porque las respuestas de los demás no valen. Y si alguien lo plantea, te colocas en el plan «eso es para otros, para los que están mal, para los débiles». Manejamos tal cantidad de autoengaños que no me extraña que la vida nos sacuda con sincronicidades. 

Las vivimos cada día. Son llamadas de atención. Ocurren fuera y también dentro. Estás hablando con otra persona y cuando vas a decir una cosa, te sale una palabra que no viene a cuento. Lo llamamos error y lo corregimos rápidamente. Son faltas, fallos, que hay que ocultar, eliminar de la vista. Lo hacemos de forma automática, tras años de correcciones en rojo y puntos restados de los exámenes estudiantiles. En la escuela no solo recibimos conocimientos conscientes sino que además aprendemos comportamientos. De lo primero que aprendemos es a tapar los fallos, como si fueran algo mal. Lo curioso es que son las herramientas más valiosas del aprendizaje. Los grandes descubrimientos que nos han hecho avanzar como sociedad en origen eran fallos, interrogantes, formas de buscar otro camino. El método científico más utilizado es la prueba y error. Entonces ¿por qué intentamos borrar los fallos? Para mantener el ideal de perfección. Las sincronicidades nos despiertan del letargo, porque son algo que no cuadra en el perfecto guión de lo cotidiano. Nos llevan por encima de la realidad concreta para observarla. La próxima vez que vivas una, te equivoques de palabra, escuches una canción que recordabas, te pierdas en un trayecto, dale una oportunidad y pregúntate ¿para qué ocurre esto? Lo mismo te sorprende la respuesta. Hasta es posible que no estés leyendo ésto por accidente, por casualidad.

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