Mosca cojonera

Había recibido una llamada de las que nadie quiere recibir. ¿Por qué le había dado su teléfono personal a su jefe? ¿En qué momento de su esclava vida había pensado que era una buena idea? Desde entonces no existían los sábados por la tarde, ni las fiestas de guardar. Ya no le bastaba con los mails nocturnos, ahora tenía los WhatsApp y aunque los borraba, seguían llegando a su buzón con la misma insistencia que una lechuza de Hogwarts

Eran las siete y media de la tarde. Le recordaba el informe sobre la incidencia de la salubridad de las aguas del dichoso río. Bueno, si es que se le podía llamar río, porque el Regato del Cepelo, con todo el respeto, solo media un kilómetro de largo. Era afluente del Río Pequeno, que a su vez era afluente del Miño. Y por ese kilómetro en el que corría un poco de agua, sus planes se habían desmoronado. 

Tampoco es que tuviera un super plan o una cena super romántica. Un par de sandwiches con mostaza y un vaso de agua la esperaban en la bandeja que estaba en el sofá. Según su jefe en el ministerio de agricultura, el ministro en persona esperaba con impaciencia su informe el lunes por la mañana. ¡Seguro! No tenía nada más interesante que hacer que leer un informe de un regato. En fin, por mucha plaza fija de funcionaria, no podía negarse. Todo porque en una de las pausas del café le había comentado a Paola, hacía meses, su intrascendental vida los fines de semana. ¡Por una vez que hablaba de su vida personal! No cayó en que Paola era la secretaria del jefe adjunto del jefe segundo del secretario del secretario del secretario del viceconsejero del asesor para Galicia del ministro. Seguro que se había dejado algún mando del organigrama. La administración pública se había convertido en la casa de los locos de Asterix. Muchos sueldos públicos para tan poco trabajo. En realidad eran las secretarias quienes decidían a quien le caía el marrón. Ella, en los últimos meses, había ganado todas las rifas, aunque no jugaba a la lotería. Cosas de trabajar bien y no escaquearse, a pesar de la mala fama de los funcionarios. 

¡¿Qué se le iba a hacer?! Emily tendría que esperarla en París un poco más. Abrió su viejo Mac y comenzó a teclear en la hoja de excel antes de analizar los datos. Entonces la vio. Posada en la mesa estaba una mosca. ¿De dónde había salido? No había abierto las ventanas desde la mañana, cuando ventiló el piso. No había basura en casa. Intentó concentrarse, pero sus ojos se desviaban una y otra vez de la pantalla a la mosca. Se levantó a por el matamoscas, pero entonces no la encontró. Respiró profundamente y volvió a su sitio. No había tecleado dos números y la mosca volvió para pasearse esta vez por el filo de la pantalla. La espantó con la mano. A los pocos segundos la tenía en el brazo derecho. El manotazo le hizo más daño a ella que al insecto. Se acordó del vídeo del samurai del cursillo de mindfulness que le dieron quién sabe por qué. Sí, mejor ignorarla. Tenía un informe por hacer. 

El animalito comenzó a volar a su alrededor. Parecía decidido a impedirla trabajar. Y tenía que centrarse. Requería de toda su atención, Cuanto antes terminara las quince páginas del informe, el regato no daba para más, antes podría dedicarse al abrazo del sofá. 

Esta vez la mosca, osada, se posó en el teclado. El informe se borró. No sabía qué combinación de teclas había pulsado con el manotazo pero había borrado el excel y la pantalla se había puesto boca abajo. El ¡Mecagoen…! se oyó hasta en la calle. Tardó diez minutos en recuperar la pantalla en su estado normal, con la mosca sacándola de quicio cada vez que se acercaba. Dos minutos después tenía la tabla en la versión anterior, no había dado tiempo para guardar. Miró la foto del regato que le habían enviado por mail desde Outeiro de Rei. Estaba segura que hasta los del ayuntamiento se habían extrañado de que alguien de Madrid les llamara por su paraje. ¿A quién le importaba en la capital a la una y media de la tarde de un viernes? Ahí fue cuando se enteró de su existencia y le comentaron que sería bueno que alguien hiciera un informe de esa zona. Podían haber mandado a un técnico, pero no. Mejor que lo hiciera una “experta” en aguas. Ella no lo era, por mucho que saliera su nombre en la conversación. Porque ni siquiera estaba en la sala cuando lo comentaron. La sala de descanso, claro, nadie en su sano juicio estaría en una sala de juntas del ministerio a esa hora un viernes. 

El informe seguía igual cuando volvió de sus pensamientos. Y la mosca con ella, zumbándole en la oreja. ¿Se había enredado en el pelo? Lo movió tan rápido que perdió una tuerca del pendiente que le habían regalado sus padres cuando hizo su primera comunión. ¡Qué tiempos aquellos sin tablas de excel! Quería ser veterinaria, pero estudió derecho. Gracias a eso estudió la oposición y terminó en el ministerio. Por unas cosas o por otras en el mismo puesto en el que entró. Los ascensos siempre eran para otros, aunque ella tuviera más formación. Hizo los exámenes para subir de categoría, sin embargo, cuando creía que esta vez lo conseguía, aparecía un nuevo “asesor” o una persona, amiga de quien tomaba la decisión que «lo necesitaba más» y volvía a su mesa de siempre, con su cactus de siempre y su figurita del Coliseo. Los viajes tendrían que esperar a un aumento de sueldo.

No había avanzado nada, estaba sin pendiente pero con la mosca que, una y otra vez, se paseaba a su oreja. Ni el medio limón con clavos funcionaba. Hasta pensó en ponerse la chaqueta y bajar al chino a por una vela antimosquitos o de citronela. Pero tenía que terminar el informe del regato. No podía distraerse.

La mosca seguía volando. De su cabeza al teclado. De teclado al sofá. De ahí a la cocina y a la vuelta, se posó en el plato de los sandwiches. Usó el matamoscas un par de veces. Pero ni la rozó. Casi rompe el jarrón de la abuela en el intento. Nada. Seguía vivita y zumbando, llevándose consigo la deseada concentración. Se levantó al baño y allí también la siguió. Intentó rociarla con agua, pero solo consiguió llenar de gotas el espejo. Tocaría zafarrancho de limpieza el domingo. 

Volvió a la silla. Y la mosca con ella. Para no escuchar el zumbido, se puso los auriculares. Hubo un momento en que no sabía si Jimmy Somervile llegaba tan alto como el zumbido, pero empezaba a pensar que el bicho también cantaba you are my world.

No había manera de hacer un informe decente y eso que los datos eran pocos y muy claros. No llegaría a las diez hojas, por mucha paja que metiera. Primero tendría que concentrarse. Llamaron al timbre. Cuando esperaba al repartidor, la mosca se posó en el canto de la puerta. Intentó empujarla fuera. Hasta creyó que lo había conseguido al dejar el paquete en la mesita del salón. Había silencio. Maravilloso silencio. Fue un espejismo, cuando se puso a teclear, apareció. ¿Le atraía el sonido de las teclas? Si hubiera aparecido en el ministerio lo entendería. El viejo cacharro que tenía en el escritorio crujía. 

Los sandwiches estaban fríos. El queso derretido era un engrudo con la mostaza y el pan blanducho. Eso sí que no era muy salubre. Tenía que formular las observaciones conforme a los datos para justificar sus conclusiones. La mosca se posó en la nariz. Otro manotazo y se fue a las migas que quedaban en el plato. A este paso la adoptaría como mascota. ¿Qué nombre le podía poner? Le hacía el mismo caso, ninguno, que su asistente virtual por voz, Alexa. Sí, Álex era un buen nombre. Tenía el presentimiento de que era un macho, una mosca cojonera. ¿O sería en ese caso un mosco cojonero? Solo le faltaba el lenguaje inclusivo. Ella que, para sorpresa de sus compañeras solteronas, no tenía gato a quien cebar, ahora tenía una mosca. Prefería los perros. Se planteó hace tiempo adoptar uno, pero los formularios a rellenar eran igual de tediosos que el informe que debía redactar. La mosca, el mosco, o lo que fuera, lo era muchísimo más. 

Su relación con el recién nombrado Álex no podía durar. ¿Cuánto vivía una mosca? No lo sabía ni le interesaba lo más mínimo. Lo hizo a propósito. Aprovechó que la siguió a la cocina para cerrar la puerta, una vez que la vio paseando cerca del fregadero. En ese momento ya estaba perdido. De allí no saldría. Buscó en el mueble del cubo de basura. Tenía un bote de spray. Olía fatal, aunque ponía que era de olor agradable. “Hasta aquí has llegado, Álex” dijo en el momento en que apretó el botón del spray. La mosca intentó alejarse volando pero ya no tenía donde esconderse, aunque tuviera que tirar la manzana solitaria del frutero. Siguió su vuelo con el bote apretado. Las partículas pegajosas se adhirieron a sus alas y cayó en la encimera. Se notaba que estaba haciendo el esfuerzo de intentar moverlas. Ella no era sádica, no pensaba arrancárselas. Volvió a rociarlas con spray, tiñéndolas de blanco. Si el potingue en las alas no surtía efecto, lo haría la química en los espiráculos. Sabía que las moscas no tienen pulmones por el informe de la semana anterior. Conocimiento absurdo, de un trabajo más absurdo todavía.

Álex seguía luchando por su vida. No tenía ninguna posibilidad. Casi le daba pena. Casi. Si la hubiera dejado hacer el informe en paz, no estaría agonizando. “Lo siento, mosquita muerta, te equivocaste de casa y de persona”. Le había dado muchas oportunidades para irse a otro sitio. No había piedad para los tocanarices. 

Con un trozo de papel higiénico, no quería pringarse las manos, lo cogió. Aun movía las patas cuando lo tiró al WC. Contempló el trozo flotando en el agua y por un instante, pensó en la de veces que se sintió igual en su vida. Movió la cabeza, intentando deshacerse de esa idea. Bajó la tapa sin tirar de la cadena. No quería derrochar agua. Ya lo haría cuando fuera a hacer pis antes de acostarse. 

El sonido del WhatsApp rompió el silencio. Su jefe reclamaba en un audio en la puerta de un bar el mail. Aun no lo había recibido y quería echarle un vistazo antes de pasárselo a su superior el lunes. Contaba con ella mientras él se tomaba las copas del sábado, sabadete. Le recordó que los domingos por supuesto no abría el mail, “son fiesta de guardar”. Miró el reloj. Álex le había robado la concentración y dos horas de su tiempo. Volvió a colocarse los auriculares y al ritmo de Smooth Criminal, retomó el informe.