Me había quedado disfrutando del paisaje malacitano desde los paseos de ronda de Gibralfaro. El tiempo, cada vez más soleado, empezaba a apretar y para sorpresa de más de uno, el calor de enero hacía que apeteciera caminar. Dicen que el sol de invierno es el que más calienta. No lo sé; pero con una temperatura que ya habría querido para si más de un madrileño, decidí echar a andar tras perderme por la fortaleza, tomando notas mentales sobre muros, paseos y diferentes recovecos. Aunque Gibralfaro y la Alcazaba están unidas por lo que se denomina Coracha, no se puede recorrer. Pero, a cambio, hay un camino que serpentea al lado de la muralla de la misma y que se puede recorrer a pie. Dicen los del lugar que en hacerlo se tarda 25 minutos. Supongo que es cuando lo haces en sentido ascendente, porque en descendente no creo que se tarde más de 15. De suelo de piedra con cemento, tiene algunas curvas que hacen sufrir a las rodillas y que permiten imaginar cómo será bajar con las heladas matutinas, en caso de haberlas. Me crucé con grupos de personas, algunos turistas, otros habituales de ese camino viendo su preparación.
Una de las sorpresas de Málaga, que si no hablas con sus habitantes puedes perderte, es el ascensor que va hasta la Alcazaba y que lo puedes coger detrás del ayuntamiento. Merece la pena, no tiene coste adicional y llegar a más descansado hace que se vean las cosas de otra forma. ¿Bajar para subir? Curioso por lo menos; pero no hay nada como dejarse sorprender por lo que nos ofrece la vida y tener la capacidad de adaptación a las circunstancias.
¿Qué decir de la Alcazaba? Es casi imposible no compararla con la Alhambra de Granada y la Alcazaba de Almería, de reciente recuerdo para mi. Me pareció más pequeña de lo que pensaba, esa es la verdad. Más palacio que fortaleza, con mucho jardín, el agua como elemento predominante y un suelo empedrado que hizo que agradeciera mi cómodo calzado. Siempre me he preguntado a qué viene esa manía de ciertas personas de visitar monumentos históricos con tacones. Sí, no dudo que se va «muy fashion» pero su utilidad es inversamente proporcional a las posibilidades de dar de bruces con el suelo. Pero, reconozco que no soy una entendida en la materia. No me gustan los tacones, no les veo la gracia.
Mirando el reloj, descubrí el motivo por el cual mi estómago empezaba a recordar que existe lo que se denomina turismo gastronómico. Bajando de la Alcazaba, pude ver el teatro romano, el teatro cervantes y la plaza de la merced. Se notaba el bullicio de la ciudad, con grupos de turistas por todos lados. Málaga me parece una ciudad jovial, abierta, agradable para pasear y para visitar, para dejarse sorprender. Una ciudad con ritmo sureño, costero, con una calidad de vida diferente y que aprecia lo que le ofrece lo que le rodea. No me sentí extranjera, de hecho no usé el mapa y más de un turista me preguntó por alguna localización. Es una de las cosas curiosas de ir en solitario, puedes fundirte con el ritmo de la ciudad sin desentonar demasiado. Algo que en calles tan transitadas como Larios te evita que te asalten vendedores de mapas, de almendras garrapiñadas, de botes fríos o de camisetas con toros y flamencas. País de contrastes, donde los estereotipos del sur se mezclan con las nuevas tendencias.
Me decidí por buscar ese turismo gastronómico que le había prometido a mi cuerpo. Con el smartphone en la mano, busqué opiniones de sitios. Teniendo claro que dejaría que mi «instinto» me guiara. Ya que era turista, buscaba un lugar por descubrir por mi misma, que me diera buenas sensaciones. Eso hace que a veces descubras verdaderas joyas y otras que tengas dolorosos encontronazos con sableados de precios. En mi visita a la catedral había visto un lugar frecuentado por gente de diverso tipo. Suelo huir de los locales turísticos, porque más que comida suelen ofrecer rancho y un abultado precio. Ya que estaba en Málaga, merecía la pena darse un homenaje ¿no? Cuando comes bien en un sitio, son buenos recuerdos y tienes ganas de volver.
Tras recorrer y estar en un tiempo prudencial, me decanté por la Taberna del Obispo, enfrente de la catedral. Leí las opiniones, ví precios y posibilidades. Algo me decía que no me arrepentiría. Y la verdad es que la chica que me atendió me terminó de convencer. Llevaba hambre, lo que hizo que más de un camarero se sorprendiera al verme pedir tres medias raciones. ¿Cuál el es el significado de media ración? No lo tengo claro, en más de un sitio conocido lo que cogí habría sido una ración abundante. Sin elementos para comparar, con hambre canina y ganas de probar cosas nuevas, los boquerones, el cazón, la ensalada y la cerveza me supieron a gloria. Y el wifi se agradece. Porque cuando haces turismo sola, estar conectada con las personas que te esperan en casa, hace que vivas esos momentos de forma diferente. Sé que más de uno se agobia con la tendencia de subir fotos y compartir todo lo que se te ocurra a las redes. ¿Estamos en un mundo de «singles» donde cada uno va a lo suyo? Puede ser. Supongo que hay momentos para todo. Para caminar acompañado y para andar en solitario. Si es elección propia de cada uno, no creo que sea reprochable. Una vez más, las ideas se proponen, no se imponen.
Me dí un homenaje, sin duda. Buena comida finalizada con un postre helado interesante y un buen café. Los minutos pasaban con rapidez. Había que volver al hotel con el tiempo de hacer la maleta y marchar a la estación de María Zambrano. Antes de llegar a la habitación, recorrí el mercado Atarazanas, el museo de la Esperanza, la plaza de la Legión con una sonrisa nostálgica de amistades y juegos. El tiempo del turismo se escapaba entre los dedos. No había visto el museo de Picasso, se quedaba pendiente para una segunda visita. Pero Málaga me había cautivado. Cuando un lugar te deja con ganas de volver, es que tiene un encanto especial.
Tras un paseo caótico por calles en obras por el metro, con cierta amenaza de lluvia, llegué a la estación del Ave con tiempo más que de sobra. Numerosos restaurantes y tiendas hacen de la espera algo más llevadero. Aunque en mi caso, con la compañía de un ebook, el tiempo pasó volando. ¿Ví al hombre de negro del hormiguero? Creo que sí, cogiendo el tren de las 17:00 a Madrid. Pero no soy de esas personas que ve una celebridad y se lía a codazos, o a lanzar fotos. Más cuando el libro que leía hacía que levantara poco la vista de la pantalla.
Cuando el tren se puso en marcha, comenzaba a fundirse el atardecer, como si el sol quisiera poco a poco ponerse para marcar el final de una aventura de menos de 48 horas. Con muchas cosas en la cabeza y con las ganas crecientes de ver a mis dos soletes, el viaje de regreso se hizo rápido. Y a la llegada, un abrazo enorme, un peluche y muchas cosas por contar. Cansada pero satisfecha y con nuevos horizontes. Andalucía me quiere, y yo me siento muy cómoda en esa tierra. Ya ando pensando cuándo volveré.